Memoria

Del catálogo exposición Capilla de la Misericordia, 2011


 

Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, dice el Nexus 6 al que llaman Roy antes de morir. Hablo, como no, de Blade Runner, la mítica película inspirada por el libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, del no menos mítico Philip K. Dick, aquel extravagante literato obsesionado con la música que aseguraba vivir en dos mundos de forma simultánea y que falleció enloquecido por las drogas antes de ver en pantalla la obra que inmortalizaría su nombre. En ese momento del film que aquí me sirve de pretexto para comenzar este escrito, bajo la lluvia, el Nexus 6 llamado Roy parece tan humano como el blade runner que tiene delante. Ha llegado la hora de desaparecer, de regresar al polvo por el que los hombres nos arrastramos como si algo tuviese sentido. Por esa razón Roy ha estado hablando de las cosas que ha visto y de cómo lo vivido pasará al olvido una vez sus ojos se hayan cerrado para siempre. ¿Puede haber en la vida de una persona un hecho más triste que el de sucumbir al olvido? No lo creo. La tristeza es el pan de cada día en la existencia de un ser humano, enfermedades, desengaños, frustración y remordimientos moldean nuestra personalidad hasta convertirnos en sujetos únicos, aunque siempre quedan los recuerdos, única tabla de salvación en la desgracia. Los recuerdos lo son todo. Cualquiera de nosotros podría vivir de ellos, de esos momentos felices que hacen que esto valga la pena. La aflicción también es necesaria, nos ayuda a disfrutar de los instantes en los que uno sonríe olvidándolo todo para elevarse en las alturas durante una fracción de segundo en la que hasta respirar parece una bendición. Hay mucha miseria en la raza, entre los rostros idénticos de la multitud, pero en ocasiones, bajo los zapatos que intentan pisotearnos constantemente, queda un minúsculo hueco para la ilusión. Ese es el gran tesoro de la humanidad, su máximo potencial, la capacidad de esperanzarse, de ver luz donde sólo hay tinieblas. Yo siempre he querido ver, nunca mirar. Mirar es de necios. Cierto es que la noche es un amplio ataúd en el que tarde o temprano acabamos consumiéndonos tanto por dentro como por fuera, a lo largo y ancho de este envoltorio de piel con fecha de caducidad, pero para mantenerse en pie es necesario alimentarse de luz. La luz es movimiento, y el movimiento vida. La vida fluye, como la sangre de nuestras venas y los ríos de nuestra poderosa memoria. Por ello, sin ella no somos nada. Me viene a la cabeza Gaspar Hauser, aquel extraño que creció en cautiverio, totalmente aislado del mundo, y un día fue liberado. Gaspar Hauser no tenía vida ni conocimientos de nada en absoluto, sólo su silencio interior, sus apacibles instintos, la memoria atrofiada y ni un recuerdo que explicarle al mundo. Un enfermo de Alzheimer es como aquel chico de dieciséis años que tanta expectación despertó en los atónitos habitantes de Nuremberg, cuando la enfermedad se encuentra en un estado avanzado el afectado se las tiene que ver, al despertar cada mañana, con un mundo nuevo que desconoce por completo pese a habitar en él desde un buen número de años. Al pensarlo uno se queda de piedra, se deprime y asusta, desea con todas sus fuerzas no padecer semejante mal, pero la vida no avisa y al final siempre sale ganando. Te toca a ti y ya está, y si no te gusta te fastidias. No puedes luchar contra algo así. Es sencillamente imposible. La mente del ser humano es maravillosa, aunque también muy frágil, se deteriora con facilidad, sufre, se apaga. Imaginemos a uno de aquellos nazis que tantas atrocidades cometieron en su día, pero un tiempo después de la guerra, acaso treinta o cuarenta años más tarde, anciano, solo en una residencia de Argentina u otro país aledaño, solo y mudo frente a una ventana a través de cual contempla su último crepúsculo. Y, puestos a imaginar, intentemos meternos en su cabeza, descubrir qué piensa. ¿Cuáles serán sus recuerdos? ¿Revivirá el terror del holocausto en el que participó activamente de forma continuada y agónica? ¿O sencillamente lo habrá borrado de su memoria? En su caso los recuerdos no son una bendición, sino el mayor de los horrores. O no, todo depende del corazón que ya no puede sentir tras la piel seca y arrugada. La cuestión es que los recuerdos también pueden ser el mayor de los castigos. En mi caso los recuerdos pueden ser ambas cosas, beneficiosos a la par que negativos anímicamente, porque no me gusta practicar eso que llaman memoria selectiva. No me interesa olvidar las angustias y miserias que he padecido en esta o aquella época. Necesito saber quién soy, qué he hecho mal, de dónde vengo. Posiblemente, si pudiera volver atrás apretando un botón, lo haría. Cambiaría muchas cosas, demasiadas, diría si me debo a la objetividad. No soy un hombre ejemplar, me falta el maravilloso positivismo que hace tan grandes a mis semejantes, aunque algunos de ellos vivan en una mentira. Ese es el secreto de su ingenua felicidad, lo que los mantiene a diario en sus puestos de trabajo, con sus familias. Para ellos no hay nada más. Y así es como debe ser. Yo, en cambio, por mucho que me esfuerce, no puedo evitar pensar en todo lo que me pierdo cuando actúo como una persona normal. No me gusta el mundo que piso, ni la gente, ni las normas de comportamiento impuestas por una sociedad abocada al ostracismo. Busco la luz todos los días, mientras viajo hacia el final de la noche que tan bien conocían monstruos como Céline, Faulkner, Maugham, Nietzsche o Schopenhauer, que decía que la vida era un proceso de desilusiones, pues todo lo que nos ocurre está calculado para producir exactamente eso, desilusión. No soy negativo, sólo pesimista, acaso cínico teniendo en cuenta las corrientes filosóficas representadas por esta palabra en la antigua y omnisciente Grecia. De una manera u otra, invito a quienes piensen que estoy equivocado en mis creencias a contestarme la siguiente pregunta: ¿se puede tener esperanza en un mundo en el que la gente enferma hasta perder todo recuerdo de lo que fue? Un mundo en el que las personas se devoran a mordiscos sin compasión, en el que cientos de niños mueren de hambre a diario, en el que lo único que importa, por encima de la empatía y la dignidad, no es ayudar a los demás sino conducir un coche descapotable… ¿Puede uno creer en sí mismo, en una mente que en cualquier momento puede averiarse? No hay torres lo bastante resistentes para vencer el paso del tiempo, y nosotros ni siquiera tenemos la consistencia del ladrillo, sólo somos huesos, carne en fase de descomposición y fluidos de toda clase. El problema es que en la oscuridad todo parece mejor, más consistente. Si pudiéramos vernos como realmente somos no obraríamos de forma destructiva y antinatural. Hay que abrirse en canal y mirar hacia el interior. La modelo más hermosa de la Tierra no deja de ser un puñado de vísceras apestosas que los años desintegrarán. Y por eso amo el arte. El arte es inmortal, nos muestra la realidad de las cosas. Los artistas encendemos bombillas, caminamos en la oscuridad tratando de encontrar a alguien que nos entienda y desee ayudarnos en tan loable labor. Pero estamos muy alejados unos de otros, separados por abismos insondables que vigilan todos y cada uno de nuestros pasos. Estamos solos. Cuando vayamos a morir todos vendrán, veremos sus jetas tristes, les oiremos llorar, nos agarrarán la mano, rezarán por nuestra alma inmortal y hablarán lo que no está escrito del más allá que desconocen, patéticamente ansiosos de convertirnos a la fe de la nada absoluta, aunque nada de eso importará, porque seguiremos tan solos como al principio. Lo malo de la posteridad es que hay que morirse para conseguirla, lo decía Victor Hugo, que no es moco de pavo. Dicho esto, e igualmente teniendo en cuenta el contexto, seguiré reflexionando sobre esa manera de morir sin dejar de respirar, la de perder la memoria y los recuerdos: Alzheimer. Con esta exposición me gustaría expresar lo que siento por todos esos enfermos de olvido, por sus familias y amigos. El simple hecho de aducir semejante mal me hace pensar en rostros ajados, repletos de surcos y con más detalles que un mapa. Porque eso es lo que son, mapas de vida, de millones de sensaciones contradictorias entre las que destacan el miedo y el febril asombro. Puede que mucha gente no se esfuerce por ver más allá de las facciones que conocen cuando el Alzheimer se instala frente a ellos, en un padre o una hermana, ver más allá de la simple indeferencia y los ojos vacíos, del mar de cenizas en el que personalidad, experiencia y memoria son enterradas de la mano, pero hacen mal en no esforzarse, porque hay más, muchísimo más. He estado ojeando fotografías de enfermos de Alzheimer, semblantes que parecen congelados, en perpetuo estado shock, hundidos como cuando un cadáver muestra la caricia de la muerte. Dicen que el Alzheimer es retroceder a los albores, a la niñez más prematura, aunque a mí me cuesta creerlo. Hagamos una analogía un tanto extrema, comparemos un muñeco de barro hueco con una persona que por las mañanas despierta sin saber quién es ni cómo actuar bajo el sol. Si vaciamos el muñeco por dentro no se sostendrá sobre su base. Lo mismo ocurre con el enfermo de Alzheimer, no se sostiene psíquicamente, llora sin saber por qué, contempla un tenedor como si fuera el objeto más raro del planeta. Cuando pinto imagino a todos esos enfermos intentando concentrarse, buscando la forma de reconocer las formas y los colores que el día presenta ante ellos después de abrir los ojos como los abre un recién nacido. Imagino a hombres y mujeres chocando contra las paredes de un pasillo angosto, observando el agua que mana de un grifo, la histeria que llena de color la pantalla de un televisor… ahora mismo estoy viéndolos, veo sus ojos, sus bocas entreabiertas, la saliva que se desliza de sus comisuras… y vislumbro un alma que se retuerce en lo más profundo, entre la sangre, los órganos y los músculos, un alma atrapada que no sabe de idiomas pero sí de sentimientos, que vibra y siente y de vez en cuando conoce la paz en sueños. Con el Alzheimer el alma se convierte en un reo a escasos escalones del patíbulo. Un alma inocente, a fin de cuentas, pues la naturaleza, por norma general, es cruel con quien no lo merece. El Alzheimer debería ser el castigo de los asesinos y los violadores, de los dictadores, la medicina perfecta para combatir y sancionar el mal en estado puro. Sin embargo, es una enfermedad corriente, nada más, y actúa sin escrúpulos, según dicta el azar y sin distinguir a campesinos de capitalistas. Ante ella todos somos títeres, un concepto que procuro trasmitir a través de rostros formados por facciones rugosas entre las que apenas hay lugar para otra belleza que la de la propia máscara tras la que, si uno no se fija bien, no parece haber nada. Pero ya lo he dicho antes, si uno pasa la frontera puede tropezar con un mundo nuevo, el del subconsciente y el aislamiento de un ser que no se ha creado para aguardar la muerte en coma. Schopenhauer decía que para tener ideas originales, extraordinarias, acaso inmortales, hay que aislarse del mundo, de las cosas, de los objetos, y así, todo acontecimiento relativo a nuestra persona, por banal que resulte, será reconocido como algo nuevo, desconocido, y, por lo tanto, visible en su verdadera esencia. Un enfermo de Alzheimer debe ver las cosas como ninguno de nosotros, sin influencias externas, sociales, políticas o de cualquier índole. Un enfermo de Alzheimer, más que un enfermo, es una persona que ya no necesita comprender ni conocer sus circunstancias, que vaga disfrutando de cada rayo de sol o cada árbol como si fuese la obra de arte de un museo en el que ha entrado por vez primera. He visto cosas que no podríais ni imaginar, dice el Nexus 6 de Blade Runner, pero el afectado de Alzheimer no necesita decir nada, sólo sentarse delante de un enorme paisaje, sea natural o urbano, y ensimismarse. A menos que el Alzheimer entre en nuestras vidas de forma irreversible, no sabremos cómo es realmente el silencio que domina el universo y por debajo del cual todo es furia e ínfulas de supremacía. De una manera u otra, con mi nueva obra, es fácil percatarse de que un artista no está tan lejos de esa esencia pura de la que habla Schopenhauer, porque sumido en la contemplación de mis últimos cuadros me percato de que, después de estudiarla y verla muy de cerca, la enfermedad del Alzheimer ya no es esa gran desconocida que a tanta gente coge por sorpresa en sus propios hogares, mientras reposa frente a la televisión o duerme, una sombra que se desliza alrededor del cuerpo de las víctimas y penetra a través de los poros de la piel, por la boca y las aletas de la nariz, envolviendo, oscureciendo los ojos. Lo que muestran mis cuadros es el cúmulo de sensaciones que preceden a la enfermedad, lo que esta crea, sus circunstancias y consecuencias e incluso las manchas y hendiduras que deja en familiares y amigos de las víctimas. Los perfiles, las miradas que vuelan hacia los interiores arrasados en busca de la lógica, el lirismo decadente de una infancia revivida en plena vejez, todo eso y otras emociones encontradas forman este conjunto de obras en el que llevo un tiempo trabajando para dar relieve al concepto de una enfermedad que no puede expresarse con palabras. El afectado de Alzheimer no sería capaz de definir lo que ve o siente con palabras, sino por medio de las mismas imágenes que se imprimen en sus pupilas, una razón de más para creer en la pintura como motor de un concepto, pensamiento o idea. En esta, mi decimoséptima exposición, me he dejado llevar por mis instintos más que nunca. Sólo recuerdo haber pintado así cuando empezaba y me importaba todo un pimiento, cuando pintaba por pintar, por puro placer, por aprender el oficio. Hace tantos años que no me acuerdo bien, solamente me queda el rastro de sentimientos, instantáneas inconexas de la pensión que tenía mi abuelo en la calle España. Allí, siendo un chavea insignificante, tan pequeño que da vergüenza mencionar la edad, cogí el primer pincel de mi vida. Entonces pintar era más fácil, uno no sabía de galerías o críticos descerebrados, ni siquiera de necesidades, había un plato en la mesa y una cama en la que acostarse, además de juguetes, una escuela en la que aprender a leer y a escribir y una familia preocupada, más que suficiente, desde luego, sobre todo si pintar no era más que autocomplacencia, inspiración y descubrimiento. Como cuando era niño y aprendía a coger el pincel y a hacer mezclas con los colores primarios en el último piso de la pensión del abuelo Luis, separado de mi mundo por un sinnúmero de escalones y cuatro plantas en las que se arrastraban vendedores ambulantes africanos, marginados con tendencia a las malas costumbres, ancianos sin familia y prostitutas, con los cuadros de esta exposición he descubierto muchas cosas. Después de pintar esta obra descarnada y evocadora de pocas esperanzas, ya no volveré a ver el camino andado del mismo modo. Naturalmente he cambiado, desde entonces han sucedido infinidad de acontecimientos que me han influido y marcado hasta moldear mi actual y cambiante personalidad. No son pocas las mañanas en las que despierto sintiéndome exactamente igual que Gregorio Samsa al escapar de aquel famoso sueño intranquilo tras el cual pasaría a formar parte de la historia. Sin embargo, a diferencia de Gregorio, siento que yo también he cambiado interiormente. Su metamorfosis es puramente física, la mía, en cambio, es total. Siendo sincero me cuesta reconocerme frente al espejo, a veces soy un extraño en mi propio cuerpo, acaso por ello he podido ponerme en la piel de los enfermos de Alzheimer para experimentar ese sentimiento de desidia. Afortunadamente tengo horas de lucidez, recuerdo la escuela, algún que otro hermoso día de lluvia otoñal, hojas secas cayendo de los árboles, cielos amarillos, niños despreocupados, balones de fútbol, peleas, los reyes magos… recuerdo el instituto, la hora del patio, la atroz revelación de que las chicas no eran exactamente como nosotros, y luego las motos, los bares, las primeras cañas, borracheras, cigarrillos, más trifulcas, besos ingenuos a la luz de farolas apartadas, en barrios de mala muerte, la sobrevalorada perdida de la virginidad… ráfagas de imágenes sin la menor importancia, que carecen de belleza y solemnidad y que, pese a ser el reflejo de escenas felices, buenas perspectivas y otras tonterías para críos, ahora son repeticiones, un remake de la historia de nuestros padres y nuestros abuelos, sólo que en un decorado más moderno y durante una época grotesca en la que el pueblo se ve en la obligación de salvar al capitalismo. La raza no es original, a excepción del último circo vivido en presente, el de los bancos rescatados de la hecatombe por el obrero al que oprime, siempre hacemos lo mismo. Deberían encajonarnos como el capitalismo agrícola hace con las gallinas y derruir las ciudades para repoblar de verde del planeta, ya que si no fuera por cuatro científicos, cuatro misioneros y cuatro músicos, podríamos cerrar el chiringuito… Tendemos a olvidarnos de las cosas que no nos interesan, a engañarnos para pasar mejor el mal trago, omitimos la memoria histórica que deberíamos tomar como ejemplo a la hora de elegir nuestras acciones. Todos padecemos Alzheimer en algunos momentos de nuestra vida, cuando estamos demasiado cansados para seguir adelante o simplemente con la distancia, que puede con todo. Ahora mismo se dibujan en mi cabeza los fantasmas de algunos pintores que admiré en su día, pintores a los que tuve la suerte de conocer y que desgraciadamente ya no se encuentran entre nosotros, en esta Mallorca que a tantos buenos artistas ha visto desaparecer en el polvo. Cumplí veintinueve años hace unos meses, curiosamente el mismo día que nació Velázquez, y, sin entender las razones, últimamente no tengo presente la amistad que tuve con unos pocos de esos admirados pintores. Si me paro a pensar en ello me doy cuenta de que es como si nunca hubiesen estado allí, como si únicamente los conociese por los catálogos que hojeo al final de cada estación. Es entonces cuando me pregunto por qué no los tengo presentes en mi memoria: ¿qué motivo podría haber para que sus rostros se hayan confundido con recuerdos prescindibles? ¿Acaso no importan más ellos que todas las sombras inmundas que me sonríen cada vez que tropiezo y caigo o me golpean por la espalda? Son esas sombras, presencias de individuos que sólo intentaron hacer de mi avance vital un suplicio, las que nunca me abandonan. Otros, sin embargo, por muy amados que sean, ya no me saludan desde las penumbras del estudio. Antes me esperaban agazapados entre las tablas, tras el bote de ocre amarillo o bajo las cerdas de una brocha, siempre dispuestos, hermosos pese a ser cadáveres… ahora, a saber por qué, no hallo rastro de ellos en ninguna parte. Me gustaría cambiar eso, aunque fuera por unos días, para consignarlo todo frenéticamente y así no olvidarlo más. Sé que es imposible, tan imposible como que un enfermo de Alzheimer regrese al tiempo pretérito, pero me gusta pensar en ello, imaginar que soy el personaje de una película de ciencia ficción con la capacidad de conservar mis mejores recuerdos en diminutos cubos que, siempre que quiera, me mostrarán la secuencia elegida en todo su esplendor. Así, aun en el caso de enfermar gravemente, nunca perdería esos grandes momentos, como lágrimas en la lluvia.
 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Del catálogo exposición Galería Berlín, 2017


 

Llueve en mi corazón. Todos los días. A todas horas. Hace tiempo creía en cosas que se han desvanecido como espectros del pasado cuando en la mente y los huesos solo queda olvido y enfermedad. Río a menudo, pero no es por efecto de los sentidos ni por felicidad, sino por los colores que inundan mi entorno y chorrean sobre la gente y las colmenas en las que se apiña su ridícula caterva, la misma que me arrastra y condiciona y somete a una reglas que pronto acabarán por transformar nuestro hermoso planeta en un valle de desolación. Por eso continúo riendo, porque no hay otra solución; sencillamente no está en mi mano arreglar lo que la raza lleva siglos perpetrando mientras nos recreamos en nuestra incansable búsqueda de destrucción. La vida puede ser muy divertida según como la mires. Por otra parte, en el polvo no se está mal del todo. Es más, uno llega a cogerle el gusto. No hace mucho que entendí que lo que tocan mis manos, lo que siento tras los párpados, en el estómago, es solo polvo. La existencia es mágica y nosotros, hasta el último y más infame de los hombres, también lo somos, aunque este dichoso polvo... No me gusta extenderme en el dolor; lamentablemente parece estar de moda retorcerse y yo no soy de corrientes, a excepción del cinismo clásico (el de los griegos, que también reían mucho a pesar de todo) que me sirve de guía. Hoy día la gente cree que para ser artista hay que estar amargado, no entiende que los artistas, los de verdad, estamos tristes porque vemos más allá. Por eso nunca entenderé a esos charlatanes que buscan reconocimiento fingiendo ser algo que está muy lejos de su realidad. Ser artista no es bonito ni glamuroso. Ser artista es morir lentamente mientras todo, incluido uno mismo, se pudre a tu alrededor. En ocasiones valdría más abandonarse, metamorfosearse en una nota musical y hacer vibrar ese polvo en señal de protesta contra un dios que nadie ha visto pero que se intuye en la imaginación del ingenuo. En otras ocasiones, sin embargo, vale la pena detenerse a contemplar, a escuchar. Desde la oscuridad todo se ve más claro: la luz interior lo es todo. En mi caso, la pintura es lo que permite proyectar aquello que siento para alumbrarme el camino. Es un oficio duro, el de pintor. No es como picar piedra, naturalmente, pero duele. A veces falta el aire, pierdes el apetito, la fuerza. Porque estamos solos. Solos en nuestro agujero. Con nuestros sueños y nuestras ínfulas. Algunos tenemos la música, otros disfrutan su silencio. La cuestión es que de puertas adentro la soledad cae sobre nosotros de forma implacable. Por eso llueve en mi corazón, porque me hago mayor y no encuentro respuesta a la vaharada de morbo y depravación que siento a todas horas, dentro y fuera de mí, a mi alrededor, palpitando como un monstruoso corazón habitado por miles de insectos que podrían pasar por personas corrientes como las que me cruzo por la calle. Hay días en los que dudo y no diferencio a los insectos de las personas. Lo único que tengo claro es que la mayoría son intrusos. Intrusos en su propia extrañeza, en los dones que todos poseemos y no sabemos aprovechar ni gozar. Ojalá pudiéramos cogernos de la mano y volar juntos hacia el sol para alcanzar la eternidad entre las llamas. Pero no. Nos preocupan otras cosas: nuestro teléfono móvil, la marca de la ropa que vestimos, el coche que conducimos, lo que piensan los demás… En mi pintura intento reflejar precisamente eso: lo solos que estamos y lo estúpido de nuestras costumbres. Hay mucha soledad en el mundo, y por esta razón mis personajes viven aislados, sonriendo pese a la profunda y sempiterna aflicción. Asisten al silencioso derrumbe de mi carne mientras sigo preguntándome qué coño hago aquí, acaso yo también soy un intruso, un personaje atrapado en una tela en la que he tenido la desgracia de dibujar un mundo a la medida de mis frustraciones y anhelos más secretos. No tengo claro adónde me llevará todo esto, ni mis pinturas, ni mis escritos, ni mis películas, aunque puedo intuir un drama final digno de David Lean (orquestado por Ludovico Einaudi, ya que estamos). En el fondo siempre he sabido cómo va a acabar esta historia, pese a renegar de mi propio ser con todas mis fuerzas la humildad de quien cae en la batalla me ha hecho comprender que ahí radica la gracia de mi persona: soy consciente del intrusismo que supone habitar un cuerpo y un mundo que a todas luces me vienen grandes, tanto como al resto de intrusos. Lo tengo claro porque mantengo largas conversaciones con los personajes de mis cuadros, con mis amados hijos, y acostumbran a ser duros conmigo; están hartos de lluvia y otras metáforas con las que paso el rato mientras sigo edificando mi propia realidad lejos del polvo, en el inmenso palacio de la mente, donde ninguno de nosotros parece tan fanfarrón ni vicioso y en el que las buenas películas nunca terminan. Espero tenerlo listo pronto para poder refugiarme de toda la infamia y miseria y abyección y pesadumbre y odio y furia y asco y horror que veo en el espejo cada mañana. Y cuando alguien me eche de menos, cosa que me permito dudar (todo recuerdo muere, igual que toda belleza se apaga entre los esplendores que rigen la vida de las estrellas), que me busque en los confines de mi obra. Buenas noches y buena suerte.



 

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