Proemios y otros textos sobre el artista

Prólogos

Escritos a propósito de Martín Garrido y su trabajo de la mano de plumas insignes como la del Premio Planeta Maria de la Pau Janer, el ganador de dos Oscars de Hollywood Gil Parrondo o personalidades de gran relevancia en Baleares de la talla de Miquel Ensenyat, presidente del Consell de Mallorca, o Pedro A. Serra, fundador del museo contemporáneo Es Baluard

 

 

Maria de la Pau Janer

Escritora ganadora 55ª edición Premio Planeta

 

LOS COLORES DEL INVIERNO


La estancia en Valldemossa de George Sand y Frédéric Chopin, durante el invierno de 1839, en busca de la placidez del sur, ha sido continuamente motivo de representación artística. Músicos, poetas, autores de teatro, pintores de épocas y estilos diversos han tratado de descifrar el enigma de aquella relación entre dos genios -la escritora y el músico- que se amaron a la sombra de una vieja cartuja, entre toses y lluvia.


No es extraño, entonces, que un pintor joven -MARTÍN GARRIDO es un hombre joven-, cargado de experiencias atrevidas y de proyectos vuelva a plantearse el misterio que envuelve esa historia. Es como si los personajes hubiesen trasmitido al pintor su energía rebelde, su osado espíritu de vivir contra el mundo. George Sand fue una mujer que luchó siempre por su independencia y dignidad, que declaró la guerra -su guerra individual y romántica- a la injusticia social y los prejuicios morales. Chopin necesitaba sentirse protegido por aquella mujer, arropado de las heridas. He aquí la materia de la cual el pintor ha extraído sus cuadros: los colores del invierno están hechos de resentimiento, de rebelión, de sarcasmo.


MARTÍN GARRIDO, a pesar de su juventud, ha caminado por un camino fértil desde que hizo su primera exposición. Pintar es expresarse, dice, explicando que los lápices y los pinceles son una prolongación de sus dedos. Aquellas primeras figuras sin rostro de su primera época pictórica estaban hechas de recuerdos y angustias. Y expresaban el conflicto del pintor con la realidad. Dotadas de un sentido teatral inquietante -no debemos olvidar que su padre ha dirigido cine y teatro y su madre es una eminente actriz-, se ha servido de la teatralización de los temas -sus composiciones son sugestivas a la vez que teatrales-, con el fin de subrayarlos y dotarlos de fuerza. Animadas por ese sentido teatral, sus figuras, payasos, arlequines y marineros que llevan tatuajes, barcos y monstruos acentúan la violencia del arte. Los maestros de MARTÍN GARRIDO han sido los mejores. En el interior de su obra podemos ver el rastro de Velázquez, de Picasso, de Ritch Miller, de Cándido Ballester, de Francis Bacon. Y la inacabable soledad de Hopper.

 

Allí donde la tierra es generosa y bella, los hombres son malvados y egoístas. George Sand escribió estas palabras antes de salir de la isla. Ahora regresa en las telas de MARTÍN GARRIDO solo para decirnos que persisten los colores del invierno, los universos obscuros del invierno, la luz mezquina y celosa de los inviernos de la isla.

 

Palma, otoño 2007

 

 

 

Miquel Ensenyat Riutort 

Presidente del Consell de Mallorca   

 

UN LUGAR EN EL QUE TODOS SOMOS INTRUSOS

 

La acción de observar un cuadro es sencilla y compleja al mismo tiempo. Hay que estar seguro de que observamos y no nos quedamos en la simple visión o mirada frente a la obra de arte. Ver un cuadro puede ser fortuito, fruto de la casualidad. Mirarlo, en cambio, requiere más paciencia y atención al detalle, aunque sin llegar nunca a la profundidad de la observación. 

 

La sencillez de la observación de una obra pictórica radica en dejarse llevar. Consiste en abstraerse ante la unicidad del elemento y en dejar, por unos momentos, la mente en blanco para no buscar ni encontrar ninguna referencia dentro de nuestra memoria. Este es un proceso que dura pocos segundos. Nuestro cerebro es una máquina demasiado compleja para no procesar lo que tenemos delante y asociarlo, repentinamente, al amasijo de referencias a las que nos remite el cuadro en cuestión.

 

Con todo y eso, la mayoría de veces el proceso de observación nos aleja a cierta distancia. Cuando queremos apreciar un detalle nos acercamos con cautela, con silencio. Como si la proximidad con la obra no consiguiese dejar atrás nuestra condición de extraños, de intrusos.

 

Instrusos es precisamente la nueva exposición del polifacético artista Martín Garrido. El término polifacético suele emplearse con una cierta ligereza en nuestros días. Se ha convertido en una especie de marca que sirve para hablar de las características, siempre excelsas, de un artista al cual se quiere promocionar.

 

En el caso de Garrido, el mote polifacético procede con todo su significado. La multiciplidad de las disciplinas que abraza le convierten no solo en un artista total sino también en un artista transversal.

 

Siguiendo con el tópico, y otra vez se confirma en nuestro protagonista, se trata de un hombre del Renacimiento italiano que por el azar de los hados que controlan el paso de los siglos fue a nacer en este lado del Mediterráneo durante las últimas décadas del siglo XX.

 

La juventud, a pesar de ser un mérito que deja de tener valor con el tiempo, podría haber servido como excusa para dejarse llevar por la moda que asola nuestros días con excesiva especialización. Para huir de esta corriente absurda, posiblemente le ha influido su entorno familiar permitiéndole ver el arte desde una perspectiva amplia y sin límites ni fronteras que en ocasiones nos empecinamos en marcar. Asimismo, el Martín Garrido pintor, escritor, y productor y director de cine se basa en méritos exclusivos de su trabajo, trayectoria y talento.

 

Esta proyección del arte total como una de las características de la obra de Garrido ya pude observarla (sí, observarla) en la exposición Alzheimer que pudo visitarse en el Centro Cultural la Misericordia de Palma (Mallorca) en novembre de 2011. Detenerse frente a cada uno de los cuadros de aquella muestra era un ejercicio de reflexión y memoria. Recordando, mediante la pintura, aquéllos que la pierden cada día.

 

En la nueva exposición de Intrusos, el autor no abandona el aura que acompaña toda su obra, ni en la estética ni en la temática. Los colores y el trazo nos remiten a otros trabajos anteriores de Martín que pueden reconocerse también en su nueva exhibición. Igualmente, las referencias a la enfermedad que menudean en la obra de Garrido no pueden dejarnos indiferentes, como tampoco lo han hecho en ocasiones anteriores.

 

Observar la obra del autor nos produce sentimientos contrapuestos. En ocasiones, los colores vivos, un trazo de línea agradable o una figura reconocible dentro de nuestra imaginación nos crea en el interior del cuerpo una sensación de seguridad. En cambio, otras piezas nos abocan al desasosiego, al pesimismo e, incluso, a la parte más oscura del existencialismo.

 

No debemos culpar al pintor ni por una situación ni por otra. Una de las misiones que el artista tiene encargadas por la sociedad es la de interpretar las circunstancias que nos rodean, que nos afectan y transforman. Mediante su genio sintetizan en su obra, este decorado, este escenario, este lugar llamado vida donde llegamos, habitando un cierto tiempo para acabar desapareciendo. Un lugar en el que todos somos unos intrusos. 

 

Palma, febrero de 2017


 

        

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pedro A. Serra

Presidente fundador del Museo de arte contemporáneo de Palma Es Baluard

 

LA LUZ COMO RELIGIÓN
 

De casta le viene al galgo. Martín es hijo de artistas importantes. Su padre, director de cine y escritor; su madre, una eximia actriz plena de talento y sensibilidad.

 

Ahora mismo la mejor virtud de Martín Garrido es su esplendorosa juventud; con veinte años demuestra oficio, un buen hacer poco corriente en jóvenes de su edad. Bien es cierto que muchas de sus obras pueden recordar a los pintores madrileños Solana y Mateos y al catalán Carlos Mensa, pero ¿qué artista joven no se deja influenciar por los grandes maestros? El mismísimo Picasso, por el que Martín siente una especial devoción, tuvo en su juventud influencias elocuentes de Isidre Nonell, al que pudo conocer en las tertulias de Dau al Set, en el corazón de Barcelona. Las influencias de las que hablo pueden sentirse vivamente en lo que Martín llama su "época negra", un compendio de obras estremecedoras en las que la edad física del artista contrasta con su prematura madurez y es germen de un estilo propio que dará mucho que hablar en el futuro. 

 

En plena juventud ya es un maestro de la luz, como bien demuestra en su tríptico "Emaús no fue una cena" con ciertas reminiscencias de los contrastes luminosos de Rembrandt y Tiziano. Se nota que ha estudiado a los grandes amorosamente y que ha hecho caso de sus enseñanzas. Ver su obra es pasear por muchos siglos de arte. Fascinante.

 

Según sus palabras: "cuando me pongo frente a un tablero, una tela o lo que sea no es con ánimo de lucro ni de fama, si tengo que decir la verdad lo haré señalando que es por pura necesidad". Creo que su autodefinición no puede ser más brillante y merecedora de elogio.

 

Bien demuestras en tus obras que el arte figurativo no ha muerto, lo que sí ha muerto desde siempre es el mal arte, la mala pintura, sea figurativa, abstracta, surrealista o dadaista. El buen arte es único. Las modas pasan, la buena obra queda y quedará por los siglos de los siglos.

 

Bravo, Martín, por tu valentía, por la fuerza de tus ideales, tu perseverancia, tu arrolladora voluntad y, sobre todo, por tu capacidad de trabajo.

 

Palma, verano 2003


 

 

Gabriel Janer Manila

Escritor

 

MARTÍN GARRIDO, COMO EL HÉROE DE UN CUENTO

 

He podido ver la obra reciente de Martín Garrido: enérgica, misteriosa. Es un hombre joven como aquellos héroes de los cuentos antiguos que partían a recorrer mundo y buscar la aventura. Martín Garrido está en la flor de la vida. Su mirada se concentra en un solo personaje, casi un esquema: una marioneta hecha de piezas descoyuntadas de madera. Podemos adivinar que un hilo elástico las atraviesa y mantiene unidas. Si lo cortásemos, ese elástico, se romperían las articulaciones. El joven pintor la ha colocado en la base de su representación. Están todas las partes del cuerpo: los pies, los tobillos, las piernas, las rodillas, los muslos, el vientre, la caja del pecho, los brazos, las manos, la cabeza... Podría pensarse en una abstracción. También, en la teatralización. La imagen se mueve. El pintor trata de postergar la vida de la imagen. De esta manera, la marioneta entra en el interior de otras representaciones: la mujer del espejo, las meninas, Jesucristo y los apóstoles, los místicos de El Greco, las multitudes sin rostro de nuestro tiempo... Quizás, solo es un paseo por algunas obsesiones. La marioneta nos observa desde detrás de una cortina. En alguna ocasión me recuerda ciertos atrevimientos de Tadeuz Kantor. Hay un extraño compromiso con el espacio teatral: los paisajes por los que se mueve la sarta de maderas son brumosos, capaces de comunicar la emoción, y la inquietud, y la reflexión. Martín Garrido teatraliza el pensamiento de manera audaz y descubre la vida secreta de la materia. Hay una silueta que tiembla, que revive en el juego: porque se trata de un juego que conduce a la investigación. Pero hay también el miedo de constatar la frágil realidad de los hombres. Más allá de la materia, la marioneta sonríe.

 

Mallorca, Otoño 1999


 

TALENTO

 

Hace diez años -el tiempo se escurre con todas las urgencias de la vida-, escribí en el catálogo de la exposición que MARTÍN GARRIDO presentaba en la galería Mediterránea de la ciudad de Mallorca una breve impresión sobre su trabajo pictórico. Hablé de los personajes sin rostro que aparecían sobre la escena de sus telas, de la pintura enérgica de aquel hombre joven que viajaba por bosques y montañas, como hacen los héroes de los cuentos antiguos, a buscar aventura. Del misterio que destilaban sus pinturas, de la desfiguración de unos hombres sin rostro y sin ánima, de las multitudes anónimas, a menudo cobardes.

 

He dicho diez años como quien no dice nada. Ahora, con la ocasión de otra exposición y pasado tanto tiempo, he retornado a su pintura. He visto los resultados de la investigación y la búsqueda constantes que MARTÍN GARRIDO ha realizado, mientras exploraba los caminos que conducen a la gran aventura de la plástica contemporánea, al mismo tiempo que dialoga fervorosamente con los lenguajes del arte.

 

Los colores son duros. Me atrevería a decir que el pintor pinta el invierno. Sobre la paleta del pintor los amarillos, los verdes, los azules, los rojos, los lilas adquieren una intensidad que inquieta. Ahora -quizás sitúa la acción del drama en el siglo XVI, pero sin embargo nos habla del tiempo presente- los personajes aparecen perdidos, naturalezas extraviadas en la intensidad de los colores: membrillos, berenjenas, granadas. ¿Son frutas del invierno? Me conmueven los arlequines como si aguardaran desde detrás de una cortina, los caballeros con el corazón entre las manos, las meninas, las damas del balcón que le dan la espalda al mar, esa otra que lleva un sombrero de flores, la señora que lleva un extraño animal en brazos. ¿Es su marido? O, quizás, es la muerte.

 

Cada cuadro permite una profunda reflexión y vale la pena detenerse a pensar en la ironía, el sarcasmo y, al mismo tiempo, la voluptuosidad que esconden; pero sobre todo nos ofrecen la posibilidad de percibir la experiencia de un artista joven que, al deleitarnos con su último trabajo, nos permite entender que acaba de entrar en la madurez.

 

Sobre las telas, de nuevo la representación de la vida. Pero ahora sabemos que la escena está llena de colores duros, que los personajes, y las berenjenas, y las granadas pueden ser una misma cosa.

 

Otoño 2009

 

 

 

Gil Parrondo

Director de arte galardonado con dos Oscars de la Academia

 

EL VIAJERO INMÓVIL

 

Conocí a Martín Garrido a través de unos productores de cine ingleses con los que había colaborado en un par de producciones internacionales. Me hablaron de un pintor y director de cine muy joven al que tenían en gran estima y me propusieron acompañarles a una inauguración que el artista hacía en Madrid. Debido a mi formación en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y a mi pasión por la pintura y la arquitectura, siempre me he interesado mucho por el mundo del arte, que, además de servirme de inspiración, también alimentó algunos sueños de mi adolescencia.


El destino no quiso que Martín y yo trabajásemos juntos en su ópera prima cinematográfica, aunque seguí interesándome por sus avances y no tardé en apreciar su talento como merecía. Después de visitar galerías de todo el mundo gracias a mi profesión, descubro en Martín algo especial, tal vez una luz única que representa el concepto del arte que solo tienen los elegidos. Me entusiasma el particular uso que hace de la luz, que parece sacada de una película en muchas de sus composiciones. Una película dramática, oscura y llena de dobles sentidos. Su clara influencia barroca, además de la rigurosa y personal estética que confirma su sello, le dan a sus pinturas un aire expresionista y muy cinematográfico con el que me siento hermanado como escenógrafo.


Martín empezó a estudiar arte siendo un niño, y eso puede apreciarse en su manera de ser y trabajar. Actúa y se expresa como si estuviese en un plató, siendo el centro de un decorado que debe esbozar con una profundidad imperceptible a la vista de la multitud que tan bien retrata. Le gusta la vida, pero también le repele. Él mismo me lo explicó sin remilgos la tarde que nos conocimos. Cuando le pregunté a qué venía tanto pesimismo, Martín utilizó de ejemplo las luces y las sombras de los maestros del cine mudo, comparando el alma y sus estados con un actor que pasa de la alegría a la tristeza en un santiamén y que es incapaz de prever el final de la película que protagoniza. Para Martín, la esencia del universo puede concentrarse en una mirada o un gesto. Aquel día hablamos largo y tendido del pálido asombro de Buster Keaton, la sonrisa de Charles Chaplin, las histriónicas muecas de desvanecimiento que hicieron célebre a Lilian Gish, la perturbadora sonrisa de Gloria Swanson y muchas máscaras de las míticas figuras de aquel Hollywood en el que ambos habíamos soñado trabajar; entonces me sorprendió su dilatada cultura, aunque después de admirar su obra con detenimiento llegué a la conclusión de que todo estaba ahí, en su pintura. 


No me resulta complicado augurar grandes éxitos para este joven y cultivado artista. Creo que, con los años, su nombre se escribirá junto al de otros grandes maestros de la pintura. Martín dispone de la capacidad de viajar con la mente, tiene el mundo entero al alcance de su mano cuando siente la paleta y los pinceles cerca, y no necesita moverse de delante del caballete para viajar. Es un hombre con suerte, más de la que imagina... No cuesta proyectar la gran aventura que es y será su vida, pese a su esencia de viajero inmóvil.

 

Madrid, 2003

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alexandre Ballester

Escritor

 

CEREMONIAL MÍNIMO PARA CONTEMPLAR LA PINTURA DE MARTÍN GARRIDO

 

Algo nuevo, esperanzador y luminoso, destella, por su propia energía, en el horizonte del actual, y laberíntico, panorama pictórico de nuestro país.


En saludable ejercicio preparatorio, el sagaz observador, debe desprenderse de múltiples definiciones académicas, de alambicadas teorías artísticas y, libre y desnudo, sumergirse en la fértil profundidad de la pintura de Martín Garrido. Hará bien, el observador sagaz, en despojarse de muchos conceptos previos, en olvidarse de fórmulas explicativas y de códigos interpretativos, para entrar en el lenguaje pictórico de Martín Garrido, en auténtico estado de gracia.


Con el espíritu limpio, atento y receptivo, hay que contemplar la obra de Martín garrido. Una obra, en conjunto, vigorosa, coherente, fascinante. Martín Garrido es un joven, jovencísimo pintor que, con un no sé qué de viejo profeta ha madurado con evidente y sólida, casi insultante, precocidad.


Este proceso de maduración, breve pero intenso, más que con el uso tenaz de los pinceles, Martín Garrido lo ha vivido bebiendo, cada noche, miles de estrellas que, antes, habían sido globos de feria. Absorbiendo, cada día, miles de astillas que, antes, habían sido carne de farándula. El calor lo lleva ya Martín Garrido, dominado en la sangre, con su gama de variaciones tonales, festivas o melancólicas, según la temperatura del momento, inspiración y trabajo.


 Por ser joven, una enfermedad pasajera, Martín Garrido aún mira de frente y observa de refilón. Hay un silencio envolvente, felino, expectante en sus ojos de líquida y amorosa dureza. Lleva la sensibilidad escondida, agazapada, en la mirada que traspasa la realidad que le rodea.


Con toda razón mi viejo amigo y admirado pintor, Cándido Ballester, al presentar a Martín Garrido escribió que: "le han enseñado no a mirar, sino a ver". Con más ajustadas palabras no se podría expresar mejor una filosofía estética vital y profesional. Una filosofía que, sin filosofar, abarca y resume la percepción del universo y su transposición al imperio del arte.


Esa labor de transposición, convenientemente subjetiva en cada pintor, en los cuadros de Martín Garrido, ofrece una atmósfera renacida, deslumbradora, una sensación de obra trabajada y fresca, recién horneada, terminada en el momento preciso de congregar en su justo valor, todas las cualidades pictóricas y todas las intenciones argumentales que, en su riguroso hacer, Martín Garrido quería presentar.


Intenciones y cualidades, luminosidades, zonas de color de secretos matices, creadas por unos perfiles concisos, de vigor litúrgico, que cabalgan sobre las líneas del dibujo previo. Zonas de color trabajado y fecundado por la conciencia vigilante del pintor, a pulso lento y profundo. Con una buscada, y vibrante, cohesión dramática, los colores van poblando la soledad ambiental del cuadro.


De entre las soledades de esa soledad adolescente, cual nuevo Pigmalión, Martín Garrido insufló vida, protagonismo, al maniquí de madera, convirtiéndolo en el reflejo de sus propias inquietudes y sus propios sueños. Martín Garrido, al emprender esta aventura, no había oído al erudito y polifacético Giorgio Vasari que nos habla del maniquí que, como modelo para pintores, empezó a usarse a finales del siglo XV. Muñeco articulado, sin rasgos, sin voz y sin biografía, al que Martín Garrido le ha otorgado una dilatada y compleja biografía.


En la aparente uniformidad de las superficies del maniquí, cabeza y brazos y manos, Martín Garrido les confiere distintas densidades de carnalidad, diferentes ritmos de condensación dramática de recogimiento autorreflexivo, de sentimiento comunicativo.


Martín Garrido crea las formas, les proporciona el color conveniente, dimensión orgánica y espiritual y, apenas bautizadas, las deja libres en la referencia del cuadro, a fin de que las figuras, el maniquí biografiado en cada episodio, ocupe los espacios idóneos en la armonía matemática de la composición del cuadro.


Con todo, hay un guiño de burla de las leyes de la composición. Las figuras, más que situarse en el punto calculado, esquivan las frías reglas y se adueñan de un espacio intelectual y sentimental para encontrar su destino en el tiempo, respirando instantes supremos de dulce y amarga humanidad.


Versos inocentes de una poesía denunciadora que, con cada sílaba, desgarran el telón de fondo construido con rojos aterciopelados, blancos germinativos o negros ilimitados. Movimiento de tonalidades dentro de la tonalidad generalizada. Todo es vida. El niño y la paloma, arlequín y gato. La mortal desesperación de Superman. La releída lección de anatomía. La esperanza embarazada de futuro. Todo es viento quieto de una historia que, sin vivirla, hemos vivido muchas veces. Judith y Holofernes. Aníbal. Faulkner y centenares de imágenes que, casi olvidadas, han perdido su peculiar fisonomía para transformarse en los cuadros de Martín Garrido, en la polisémica expresión de un simple y complejo maniquí de madera. Madera que, gracias a Martín Garrido, se transmuta en carne gloriosa y doliente que busca un instante de placer, de pez, de serenidad. Aunque sea bajo la recoleta luz de una bombilla eléctrica que, tozudamente, alumbra un cacho de vida. Todo es pan, o mendrugo de la vida, de geografías aisladas de la existencia.


Como persona y como pintor, Martín Garrido, no se aisla, continuamente tiende cables de comunicación. Si acaso, de vez en cuando se encierra con sus imaginaciones, por períodos conventuales y, súbitamente, estalla, se vierte, se deshace en sus cuadros. Conoce los secretos, el arte y el oficio de la pintura, conoce y entiende los límites físicos de la representación pictórica y las mágicas posibilidades de la progresión iconográfica no representada. Desde el latido de su sensualidad, Martín Garrido, entiende y conoce el valor expresivo de la austeridad.


En cada cuadro, Martín Garrido, descubre y reinventa el mundo sensorial, asimilando los elementos significativos de su inmediatez vivencial, a sus propios estados emocionales, los traspasa sutilmente de referencias culturales y los plasma, destilados y puros, en las obras. Deja abierta la esencia de la imagen, o la imagen de la esencia, en apasionado ceremonial.


Ceremonias hay que nos dejan desnudas la inteligencia y la emoción. Afortunadamente son ceremonias de contemplación que, en sí llevan algo nuevo, esperanzador, luminoso.

 

Sa Pobla, verano 2001


 

 

LA PINTURA DE MARTÍN GARRIDO, ESPECULACIÓN CONTEMPLATIVA

 

En el prodigioso verano del año dos mil uno, el primero del nuevo siglo, todo un inicio y un indicio, escribí la presentación, en el catálogo, de una exposición en Palma, de Martín Garrido Barón. En ese momento, su pintura fresca y sugerente y muy personal, me interesó vivamente. Desde entonces, el continuado trabajo de Martín Garrido, de una manera progresiva, coherente y sólida, no ha hecho más que confirmar las fundamentadas expectativas de los que, por su natural evolución, esperábamos, de aquel joven pintor, grandes obras.

 

Y, gozosamente, vemos la eclosión formal de Martín Garrido con una pintura rigurosamente tramada, siempre manteniendo una poética rebeldía íntima expresiva. Es el sentimiento desnudo, sincero, directo de un verdadero pintor. De un pintor que contempla, siente y piensa. Él, Martín Garrido, no pinta ni quiere pintar la realidad tal como es. Pinta una interpretación personal, todo artista es subjetivo, de la realidad que envuelve su cuerpo, percepción sensitiva, y su consciencia, percepción intelectual.

 

Con su quehacer pictórico, Martín Garrido, patenta la voluntad artística de conocer y, en el conocimiento profundo de la realidad, encuentra la suprema emoción de una secreta intrarealidad. Pintando, Martín Garrido, parece que contesta a la profunda y perturbadora pregunta formulada por Jean-Pierre Luminet que pedía: "Por qué queremos separar el conocimiento de la emoción?" Contemplando la obra de Garrido se halla una acertada y pródiga conjunción de conocimiento y de emoción, en una vibración luminosa.

 

La base del color es la luz, o el recuerdo apasionado de la luz. Y Martín Garrido, como buen mediterráneo, el lugar donde ha crecido y se ha formado, recuerda constantemente la luz. El milagro de una claridad que, sin los dioses, se desmenuza por toda la naturaleza, se esparce por encima de cada fragmento. Él, incansable investigador, sabe captar el momento de plenitud colorística que plasma, en sus cuadros, con una jugosa y sugestiva templanza.

 

El perfilado, la línea oscura y delgada, concisa, en el entorno de un espacio de color, como un marco ontológico, no hace más que enaltecer la gloria definidora del color, armonizándolo, por afinidad o por contraste, con la tonalidad general, dominante, de toda la composición. En los cuadros de Martín Garrido siempre hay una elocuente correspondencia, ajustada ósmosis entre las formas y los conceptos, entre lo que quería pintar y cómo lo ha pintado. Relaciones centrípetas que ocultan un temblor orgánico. Las transparencias, cuando las hay, parecen pastosas cuando, realmente, son orgánicas, son transparencias categóricas del mismo tejido que el discurso pictórico, nunca son transparencias anecdóticas del desarrollo argumental. 

 

En la presente ocasión, en el Museo Can Planes, Martín Garrido nos presenta, además de una serie de naturalezas muertas que guardan el encantamiento de los elementos vivos, una muestra de figuras: arlequines, caras y centauros que en la recreación, vuelta a crear, de Martín Garrido, alcanzan una carga de trascendencia significativa que va más allá del simbolismo crípticamente iconográfico. Una temática, caras, centauros, arlequines estimada en el grueso estético de los pintores. Son, centauros, arlequines, caras, partes de un ideario legendario, mítico, que Martín Garrido trata con imaginación, conocimiento y sensibilidad.

 

Una serie de un pintor inconformista en su aceptación de los cánones expresivos que trabaja en estado de gracia. Una exposición, en el Museo Can Planes, para ver y contemplar detenidamente.

 

Sa Pobla, otoño 2008

 

 

 

Carlos Jover

Comisario y crítico de arte

 

LOS ROSTROS DEL VACÍO

 

Dice Michel Tournier que “de todo lo que puede ocurrirle al durmiente, el despertar es precisamente lo que menos espera, para lo que se halla menos preparado”. También ocurre a la inversa, y al hombre despierto, al hombre que pugna por la cordura en el tránsito esforzado entre los dos extremos de la vida -infancia y vejez- donde la locura anida, lo último que se le plantea en su mente ajustada al optimismo del orden es que pueda caer a destiempo en un sueño tenaz, en un infatigable letargo de las neuronas cuyo destino indisimulado sea durar para siempre. Un sueño que no quiere dejar de serlo nunca. Un sueño voraz, vampiro ávido de vida caliente. 

 

La inconsciencia de la infancia y de la vejez nada tiene que ver con vampiros, sino con la grácil felicidad de la irresponsabilidad. Con Dionisos, y no con ningún pariente vesánico del agobiante y agobiado Apolo. Pero otro caso muy distinto es aquella inconsciencia atravesada en mitad de la vía, caída desde la noche oscura del alma sobre el confiado hombre despierto que no cree en fantasmas. Porque se encuentra de repente que el fantasma que no debía ni siquiera existir habita dentro, es el vampiro interior, el sueño que sueña con nuestro sueño eterno, el okupa definitivo e irremovible. El Alzheimer despierta así, sin avisar, como hacen todos los traidores. Es cierto que uno lo llevaba dentro desde siempre, ese sueño, esa locura, desde la infancia, desde el abrazo de Dionisos con las primeras albas. Pero lo último que piensa, de todo lo que puede ocurrirle al durmiente... ya se sabe.

los rostros del vacío.

 

Nada más lejos de la realidad que la realidad misma, parece que piensa, ensimismado, el durmiente de Alzheimer. Pero, ¿qué piensa, en realidad? ¿Piensa, realmente, o duerme de manera insomne, en perpetua vigilia dormida? Una vela que se va agotando, agostada por su propia cera, empalideciendo el aire oscuro atravesado por un humo invisible: he aquí una imagen dulce de la realidad más amarga. Una realidad alejada al máximo de la realidad real, como ocurre siempre en los aledaños de la locura. 

 

El reto del artista en esta concienciación de la sobrevenida inconsciencia, de esta triste forma de la locura (porque el arte, por ejemplo, es en cambio una forma feliz de locura, como lo es la infancia), es tremendo, da vértigo. Pero Martín Garrido ya estaba curtido en cuitas semblantes, y ha enfocado esta dificilísima exposición, “Alzheimer”, no sólo con destreza técnica y altura poética, con audacia y honestidad creativas, sino también con un gran despliegue de inteligencia para abordar tan delicada temática. Su secuencia de retratos recorre el paisaje humano de la desolación, en el que están no sólo los que han sido mordidos por el vampiro interior sino también los que sufren en compañía, los amigos y los familiares que van quedándose a oscuras a medida que la vela se apaga. Esa colección de retratos -paisajes humanos- está concebida desde la perspectiva de la narratividad, además de la obvia y vasta de la del puro arte. El proceso de la enfermedad ha sido, pues, también retratado, con lo dificultoso que es retratar uno de los rostros más angustiosos del tiempo. Pero de la mano de esa concepción narrativa, que nos introduce de lleno en el drama, no ha caído Martín Garrido en la tentación del relato: se trata de otra narratividad, la que tiene en cuenta el tiempo y el drama como elementos del retrato y no de la técnica aplicada; es decir, el proceso como reflexión y no como solución para afrontar el problema del enfoque de la obra. 

 

Las piezas están ejecutadas con óleo y acrílico sobre tablas de madera, con gestos que remiten al expresionismo, y que han sido amplificados con raspados, superposición de capas y veladuras. Las referencias clásicas son constantes en el atrezzo (arlequines, reyes, mendigos...), pero la vocación interior del artista rezuma esa tiniebla densa, ese tenebroso pálpito que percute en quien ha conocido la profundidad inescrutable de los abismos que circundan nuestro mundo. Y el Alzheimer es uno de los abismos más oscuros que nos acechan. 

 

Algunos rostros inspiran compasión, y otros miedo; unos miran desde la incomprensión, y otros desde la rabia incontenida; pero todos, con ese lastre tan pesado que es el vacío, la nada interior, el regalo envenenado de la maldita enfermedad. Las arrugas múltiples, casi heridas en el rostro, desarrolladas usualmente con trazos negros, ahondan en esa línea dramática de la que hablaba, confiriendo a la imagen final un reflejo terrible, absolutamente desamable. El artista ha trasladado a su obra esa incomodidad del paciente, y de sus allegados, para convivir con la horrenda enfermedad. Quien se enfrenta a cada una de estas obras debe hacerlo a pecho descubierto, y no en busca de un refugio amable donde depositar su conciencia dolida para descansar. Martín Garrido ha construido un infierno especular que se tiende en paralelo al otro, devastado por el Alzheimer. Podría haberse limitado a gritar, a realizar una demanda al cielo, a denunciar la gratuidad del Mal (que, por otra parte, siempre se da, pues el Mal, para serlo, no puede provenir de cálculo alguno, como bien meditó Bataille), pero ha optado por el camino más arduo de levantar un mundo propio, reflexivo en su intestino y transitivo en la piel, como corresponde a ese demiurgo que todo artista verdadero lleva dentro y que se manifiesta a través de lo que no en balde se llama su creación, su obra. Una exposición, “Alzheimer”, de gran calado; una muestra que sólo olvidarán quienes desgraciadamente no pueden todavía evitarlo. Todavía.

 

Otoño 2011
 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pilar Ribal i Simó

Directora del Casal Solleric

 

MARTÍN GARRIDO BARÓN: LOS AÑOS JÓVENES DE UN BUEN PINTOR

 

"El arte emana de la vida propia, que halla en el pensamiento su toma de conciencia más 

lúcida. Por ello, nos sentimos tentados a oponerlos: el pensamiento se nutre de ideas, el 

arte de sensibilidad. Y tal vez no nos damos cuenta de que tanta intrusión del pensamiento hay

en el arte bajo la forma de teorías que, a menudo, éstas han contravenido su desarrollo natural".

 

René Huyghe

 

Probablemente sea la turbadora madurez que desprende la pintura de Martín Garrido lo que, en un primer momento, llama poderosamente la atención al contemplar sus composiciones. Comprometido en una defensa de la tradición de la gran pintura, el joven pintor toma de ella abiertamente algunas de sus principales referencias temáticas y estilísticas y lo hace con esa clase de desenfado y seguridad que solo tienen los desafíos juveniles.

 

Es asombrosamente cierto, pero existen en sus pinturas esos rasgos de concienzuda sabiduría formal, esa especie de conciencia profunda, esa comprensión de ciertas constantes y valores humanos que no esperamos encontrar en alguien de tan corta existencia. Pues tendemos a creer que solo aquellos que han pasado ya las grandes pruebas de la vida, quienes por edad han de haber vivido el desconsuelo de la soledad, la amargura de la traición, el peso insoportable del desamor, la frustración del fracaso o, incluso, todas las bondades de una vida plácida, es decir, quienes conocen las debilidades y fortalezas del género humano, son capaces de asumir la responsabilidad de poner rostro a la experiencia.

 

No es solo una cuestión temática. Se trata más bien del tema, de la intensidad, de la teatralidad, de esa grandiosidad en definitiva que ya se adivina como uno de sus futuros y principales rasgos de identidad creadora.

 

Es evidente que Martín Garrido ha mirado, no ya en la superficie sino en las profundidades del alma de la pintura. La enigmática dualidad de Ritch Miller, el espíritu escenográfico y renacentista de Cándido Ballester, la lucidez crítica de los Beckmann, Dix, Bacon... son algunas de las influencias que van cristalizando en su incipiente personalidad artística.

 

Todas las grandes exposiciones antológicas dedican un amplio apartado a las llamadas "obras de formación", a las realizaciones de esos años jóvenes en que se conservan las deudas de gratitud hacia los maestros, cuando aún se tiene la humildad suficiente para dejar rastros de las lecciones aprendidas, cuando se está gestando un proyecto artístico que ha de ocupar toda una vida. Vistas a la luz de los derroteros emprendidos más tarde, tales obras primerizas suelen ser muy valiosas. 

 

Contienen aquellas claves que explican secretos que el tiempo se encarga de diluir. Proporcionan la certeza de la importancia que tuvo en un momento dado el dibujo, indican el por qué de ciertas predilecciones, documentan la evolución de una concepción de la realidad, poseen, en suma, ese carácter referencial que es básico para contextualizar todo el conjunto de una producción.

 

Cuando, dentro de muchos años, veamos las pinturas de juventud de Martín Garrido no hay duda de que lo haremos conociendo los lugares a los que le ha conducido su empeño y su tesón actuales. Por entonces, seguramente, tendremos ante nosotros a uno de esos valientes abanderados de la figuración (no sabemos cuántas veces "nueva"), ese lenguaje acaso "excesivamente artesanal" para la sensibilidad tecnológica y virtual del siglo que ahora empieza.

 

Solía decir Picasso que la pintura era "un oficio de viejos", un arte que se alcanzaba después de haber batido años enteros con la búsqueda de las formas que expresaran cabalmente esas ideas y sentimientos propios que construyen una visión original del mundo. Sin embargo, a pesar de lo que implica esa contundente y significativa afirmación del más grande de los artistas del siglo XX, los aspectos técnicos, el oficio, la sensibilidad, es decir todas las "armas" de las que un pintor ha de proveerse para poder reflejar pensamientos, experiencias y emociones en imágenes (o sea el énfasis en los aspectos estéticos o formales) han resultado del todo sospechosas. Esto ha hecho que se hayan celebrado innumerables obras "vacías" de contenido, realizaciones plásticas carentes de sentido, compromiso o, siquiera, discurso alguno, ya que han sido las ideas que podían construirse sobre una obra cualquiera, las que han tendido a suplir incluso a la propia obra artística.

 

Velado por el predominio de los lenguajes y estilos más especulativos, el siglo XX ha podido pasar por alto (o explicar como actitudes tangenciales puntuales) hechos singulares como que aquellos artistas que habían sellado la ruptura con la tradición representativa emprendieran un día el regreso a la pintura. Picasso lo haría durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando vivía una etapa personal especialmente dulce y, entre otros, el mismísimo Marcel Duchamp concluiría sus días comprometido en la tarea de rescatar de aquel extraño trastero al que él mismo había arrojado la pintura.

 

Acaso ellos tuvieron la premonición de esa pesadilla que sería que ya no hubiera ideas y sensibilidades que eclosionaran en formas y colores. Tal vez comprendieron finalmente es la más cabal imagen del hombre. Tal vez, tan solo, habían alcanzado esa genialidad que les permitía ser realmente libres, tan libres como para negar incluso aquello que ellos mismos habían representado antes.

 

Hoy la pintura sigue teorizada. Pero convive con otras opciones capaces de conjugar alma y razón, experimentación y calidez matérica. Hoy que nuevas ideas y sensibilidades pictóricas van abriéndose camino, resulta estimulante y necesario que haya quienes, como Martín Garrido, se atreven a andar por los mismos senderos que recorrieron aquellos ilustres pintores que supieron encontrar la fórmula que hacía posible la convivencia del arte con su más prolífica tradición, la que interpreta el alma humana en su aventura por la vida.

 

Invierno 2002


 

 

Roca Fuster

Pintor

 

QUEDA ESPERANZA

 

No soy hombre de ilusiones, más bien todo lo contrario. Me gustaría poder decir que vivo rodeado del arte más puro, pero no es así. No me gusta cómo se pinta hoy en día, ni cómo se piensa, ni cómo se actúa en el panorama artístico que se despliega ante mí. Siendo más joven, en Mallorca, abundaba la técnica, gente que respetaba los academicismos y estudiaba con primor el camino andado por los que marcaron las pautas actuales. Ahora los jóvenes creen que todo es sencillo y que han nacido aprendidos. Nada más lejos de la realidad, como suele decirse. El talento es un arma de doble filo, hay que mimarlo, dejarse la piel con él. Ya lo decía Picasso, la inspiración llega con el trabajo.

 

Conocí a Martín Garrido hace unos años y no me avergüenza decir que me sentí identificado con él. Garrido es un hombre solitario, un amante del arte y un artista como la copa de un pino. Sabe de literatura, de música, de cine y de su propia profesión más que muchos intelectuales que conozco desde que estudiaba Bellas Artes y que van por el mundo dando lecciones. Martín no da lecciones a nadie si no es con hechos: él actúa, no pierde el tiempo predicando. Mientras los demás hablan sin parar, el estudia y trabaja. Mientras los demás se las dan de héroes, él sueña con los grandes museos del la geografía mundial.

El caso del joven Garrido es extraño: su obra está plagada de matices, de incisiones psicológicas y sufrimiento. Parece que me encuentre ante un pintor total, lleno de experiencia y sabiduría, la que da caminar por la vida. Un día le pregunté por qué trabajaba tanto, de esa forma tan obsesiva, y él me contestó que no tenía tiempo suficiente para expresarse. "No me bastarían cien vidas", fue lo que me dijo, y luego me habló del dolor, de lo mal que se sentía la mayor parte del tiempo. Desgraciadamente no puedo ayudarle, porque el dolor ha sido una constante en mi vida. Martín Garrido, a diferencia de mí, que intento huir del sufrimiento con composiciones hermosas y personajes delicados con los que encarno mi ideal de la belleza, se enfrenta a sus demonios con ferocidad. No tiene miedo, es valiente. Ojalá yo pudiera armarme de valor como él y pintar mis pesadillas.

 

No soy hombre de ilusiones, pero tampoco de letras. Si escribo este proemio, es porque me gustaría dar testimonio de cuánto admiro la prometedora trayectoria de Garrido. Estoy convencido de que habría hecho buenas migas con clientes ilustres que tuve la suerte de conocer y tratar en mis buenas épocas, especialmente don Camilo José Cela, con el que tiene muchos puntos en común. 

Garrido desarrolla dos artes de forma paralela, la pintura y la escritura, que en su caso están conectadas y cristalizan en su singular personalidad. Disfruto contemplando su obra e intentando desentrañar qué quiere decir cada detalle, cada pincelada y cada brillo de esos ojos azules y verdes que me penetran hasta el alma. Cada vez me cuesta menos, ya que el propio Martín Garrido es el mejor manual que existe para entender su arte. Un arte enérgico e incluso brutal, me atrevería a decir, por el concepto que arrastra, muy duro y muy oscuro. 

 

Me intrigan sus muñecos sin rostro, sus humanos grises y sus máscaras vacías. Deconstruye a su manera, resaltando los matices que dan personalidad a sus figuras para introducirnos en un territorio nuevo. Con su corta edad ha conseguido lo que muchos buscan hasta el final sin éxito: un sello. Sus cuadros son inconfundibles. No importa el motivo, los colores, la dimensión o que no esté firmado: un Martín Garrido es un Martín Garrido. Y eso es lo más importante hoy día, tener identidad. En los cuadros de Garrido tenemos armonía, tenemos técnica y sobra buen gusto, pero hay algo más: una visión de la humanidad, un enigma oculto, una crítica violenta y despiadada, que no debería dejar indiferente a ningún espectador.

 

Claro está que la gente es cada día más insensible y superficial, pero yo quiero apostar por la regeneración estética y el regreso de las buenas formas, siempre culturalmente hablando. Me gustaría que a Garrido le fueran las cosas como merece, que haya luz en su existencia y que siga deslumbrándonos con su amarga percepción de la sociedad. Cuando esto ocurra, cuando alcance las loables metas que se ha propuesto, su pintura en constante evolución explotará y, al fin, ya tendrá su lugar en la historia.

Queda esperanza.

 

Primavera 2009

 

 

 

Francesc Bujosa i Homar

Catedrático de Historia de la Ciencia

 

MARTÍN GARRIDO Y LAS PALOMAS MALVADAS

 

En una noche de fin de año -yo gocé durante muchos años del privilegio que supone ser invitado a aquellas fiestas que se celebraban en casa de Gabriel Janer Manila y a las cuales asistían entre otros Josep Maria Llompart, Miquel Angel Riera, Maria Aurèlia Capmany, Carme Riera, los hermanos Capella...- oí decir a Jaume Vidal Alcover, que tenía una lengua viperina, que estaba bien que los artistas y los escritores, quisiesen ser heterodoxos, e incluso herejes, pero que lo que no debían ser era burros. Con esta rotunda frase quería decir que si no se conocía la tradición existían dos peligros inevitables. El primero era de dar, u ofrecer, como novedad y originalidad eso que ya estaba dicho y redicho desde hacía tiempo. La otra era que le podía pasar por delante de los ojos un hecho que rompía absolutamente con el dogma y no percatarse de su novedad. En la tertulia mi corta y tímida intervención se limitó a señalar que si Galileo no hubiese sabido bien lo que decía la tradición sobre la superficie de la luna, probablemente no se hubiese extrañado al ver la porosa superficie de nuestro satélite y no habría podido sacar las conclusiones a las que llegó. Si tenía tiempo -allí rápido te cogían la palabra-, añadía que si Fleming no hubiese sabido cómo crecían exactamente las bacterias no habría reparado en aquel cultivo que al contaminarse de penicilina hacía que las bacterias no creciesen a la misma velocidad que en los cultivos no contaminados.

 

Otra frase que he repetido más de una vez en mis escritos y en mis clases está atribuida a Newton, aunque probablemente no fue el primero en pronunciarla, sino algún filósofo de la Escuela de Chartres. La frase dice literalmente: "Nosotros -se refería a los físicos de su época- no somos más que enanos comparados con nuestros antecesores, pero es sí: enanos que pueden estar sentados sobre las espaldas de gigantes".

 

Si he empleado las dos anteriores sentencias -la de Jaume Vidal Alcover y la de Isaac Newton- es porque a veces sospecho que a los pintores modernos que ahora tanto proliferan en nuestro pequeño país les han imbuido en la cabeza que lo único importante a tener en cuenta en la pintura y la escultura, o en los llamados "montajes", es la originalidad y que, cuantas menos influencias tenga el pintor mejor para su obra. Es un consejo que no he escuchado dar en ninguna otra profesión -ni en médicos, ni en ingenieros, ni en escritores-, pero sí he visto muchos pintores jóvenes que siguiendo la norma aprendida muestran unas debilidades culturales que casi hacen pensar en la debilidad mental. La mayoría de estas "obras" están en los desvanes llenos de polvo y telarañas, otras las podéis ver en el rastro y una buena parte han ido directamente a la incineradora.

 

Por suerte -para él y para mí, que ahora he de comentar su obra- este no es el caso de Martín Garrido. Su auténtica humildad, los buenos consejos recibidos, acaso de la mano de Borges -"mi oficio está hecho de humillaciones"- le han hecho ver que si un día quiere ver más lejos que los gigantes que ha habido hasta ahora no hay otro remedio que comenzar a escalar por sus piernas y analizar y reflexionar lo que elaboraron en su tiempo. Digamos antes de nada que Martín ha tenido buen criterio para hacer esta reflexión pictórica y los maestros elegidos han sido fundamentalmente Picasso, Duchamp, Gargallo, Solana, Hopper, Ensor, Manolo Valdés, Ellis Jacobson y, sobre todos ellos aquel pintor americano que se quitó la vida en Santa Maria llamado Richt Miller. Cuando vi los homenajes y recreaciones de nuestro pintor me sentí un poco hermano de Martín Garrido.

 

Ya he dicho que Martín Garrido es afortunadamente una esponja y que aprende chupando de todos los creadores que le interesan, que son muchos y muy buenos, aunque, para entendernos, cuando digo creadores también me refiero a otros mundos que el de la pintura. También el cómic, la literatura y el cine han entrado a granel en la formación de Martín Garrido. Por lo que respecta al cine he de decir que tiene un homenaje a Elia Kazan con elementos futuristas que me entristece profundamente cuando veo cómo un rabino y el que parece su hijo se dirigen a robar un banco después de desembarcar en el puerto. Podría hablar de la pasión de Martín Garrido por William Faulkner, Conrad y posiblemente Baroja. Cuántas historias sugieren los cuadros de Martín, y cómo excita nuestra imaginación ese hombre sin rostro que tan bien define nuestros días. 

 

Si tenemos en cuenta que Martín Garrido nació en 1982 alguien se preguntará, y con razón, cómo ha podido aprender tantas cosas en tan poco tiempo. Cómo ha podido ser tan rápida su evolución. Yo les he de confesar que no puedo responder a tan difícil pregunta, porque sin querer entrar en aspectos técnicos he de decir que Martín Garrido trabaja los fondos de sus cuadros con una maestría -no deseo ahorrarme la palabra- que nadie le podrá negar y que posee una seguridad en el trazo que no tiene nada que envidiar a los mejores dibujantes de cómics. Alguien más espabilado que el que escribe estas líneas quizás podrá adivinar la mencionada causa o razón.

 

Si las influencias plásticas y literarias penetran con tanta facilidad no lo hacen menos lo que podríamos llamar ideas sociales y políticas. Dentro de un contexto en el que retrata una España dura, negra, cruel, "solanesca", para decir en una sola palabra, hay una burla inteligente al poder que domina con hombres que se pierden dentro de una humanidad despersonalizada, una soledad inmensa, personajes sin destino, crueles, incomunicados, infelices, una especie de marionetas movidas por un destino, por un Dios sin piedad. Si tienen algún día la ocasión, comparen el tratamiento que Pablo Picasso, Ritch Miller y Martín Garrido han dado a esos pájaros que se han convertido en el signo de pureza y bondad y que realmente debería haber descubierto cada uno a su manera.

 

Si alguno contempla la obra de Martín Garrido buscando la belleza -qué puñetas debe querer decir esta palabra- o de encontrar algún elemento decorativo que pase deprisa y que no se detenga demasiado en la observación de los cuadros de Martín Garrido. Pero si alguno cree que la pintura es una herramienta más para entender el mundo y los seres humanos, que pare delante de cada cuadro con la convicción de que no pierde el tiempo. Que cuando salga, su personalidad habrá variado un poquito.

 

Otoño 2004
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gari Durán

Senadora y Directora insular de Cultura y Patrimonio

 

UNA ÉPOCA DE CAMBIO Y CONFUSIÓN EN EL MUNDO

 

Nos ha tocado vivir una época de cambio y confusión en el mundo, y por esta razón se hace imprescindible el trabajo de los creadores que aún no están contaminados por la globalización y son fieles a su libertad artística. Uno de esos creadores es, sin duda, Martín Garrido, un joven que ha pasado de ser promesa de nuestra pintura mallorquina a una auténtica realidad, algo que puede comprobarse en su exquisita obra a la altura de la crítica más exigente. 

 

¿Quién mejor que él para expresar, con una increíble colección de rostros, la terrible enfermedad del Alzheimer? Me gustaría agradecerle que sea el primer artista que presento desde que ocupé mi nuevo cargo como directora de Cultura y Patrimonio. Con él, el listón quedará alto para los próximos en exponer en la Capilla de la Misericordia; estoy segura que Martín Garrido será un referente a seguir. 

 

Con mi cargo intentaré impulsar y apoyar a los nuevos creadores que tengan algo original que mostrarnos, como es el caso de Martín. Desde la Cultura, con mayúscula, podemos ayudar de muchas maneras y a mucha gente a comprender mejor la sociedad que nos ha tocado vivir para bien o para mal. Desde la Cultura se llega a la reflexión y al entendimiento. Y el arte va de la mano de la cultura, como podemos comprobar en la exposición de Martín Garrido. Tras contemplarla, les aseguro que seremos un poco mejores.

 

Mallorca, Octubre 2011

 

 

 

Cándido Ballester

Pintor y escritor

 

UNA OPORTUNIDAD A LO DESCONOCIDO
 

"¿Para qué pinta usted?

Para dar una oportunidad a lo Desconocido".

 

Hay un sendero que se transita para acercar ese horizonte tras el cual comienzan los arrabales de la Ciudad de la Vida, La Ciudad del Hombre de Verdad, como diría Labra, hombre renacentista, constructor de obras de arte en las que fulgen luces que no deslumbran y transparentan testimonios de su amor a la claridad y el orden.

 

Martín Garrido, con sus diecisiete años de edad, de alguna manera me recuerda la inquietud iniciática de quienes se sienten llamados a enriquecer al mundo mediante el acto generoso de darse a conocer a través de la obra.

 

Su primera exposición es un desarrollo sensible mediante el cual plantea una visión adolescentemente madura del hombre y su precariedad. Martín Garrido lo hace con un estilo personal, regido por el bien hacer y el rigor. Trabaja con el tono, o sea con los valores,utiliza un abecedario de gamas bajas, su dibujo no es un ejercicio de mera habilidad, no  fotografía, no copia amorosamente la anatomía de sus personajes, la reinventa austeramente y nos descubre una visión del ser humano que se aproxima a la del habitante de la sociedad despersonalizada en la cual, sus moradores, son datos de meros desarrollos estadísticos. En su obra, nuestro pintor reemplaza, acertadamente, al hombre pleno de apetencias, sueños y angustias, por el muñeco desangelado al manejan los dueños del retablo de la farsa. Esa elección hace de su estética algo que la trasciende y, penetrando en los territorios testimoniales, la convierte en ética.

 

Dotado de los necesarios recursos técnicos, su formación entronca con aquella admirable escuela de pintura que fue la Escuela de Torres García, compone cuadros a partir del rigor de la geometría y del misterio pitagórico de la divina proporción. Cultiva el plano de la tela a la manera de los conocedores. Le han enseñado no a mirar, si no a ver. Sabe que un cuadro es una suma de destrucciones. Se llega a una síntesis que podría ser dolorosa por lo que elimina, pero Martín Garrido ha ido desbrozando la tela de hallazgos y barroquismos hasta afinar su visión de tal manera que la obra, su obra, es un acertado ejercicio de autocrítica. En el cuadro está únicamente lo que el pintor quiere que esté. En función, por supuesto, del equilibrio y el tono. Con ella va configurando una obra distinta y personal. Conoce que el único paisaje válido es su paisaje interior.

 

Por supuesto que comienza su viaje a partir de esta primera exposición. Su conocimiento de la historia se refleja en la serie de cuadros basados en obras de los grandes maestros, a los redescubre amorosamente. Va de la mano de ellos con un guiño cómplice. Pero lo importante para mí, por supuesto, es que el viaje que ahora emprende es la aventura singular de los que buscan la luz y a medida que hacen camino, van descubriendo que la claridad crece en ellos a la par que avanzan. La Luz, con mayúscula, es la Obra, con mayúscula.

 

Adelante entonces.

 

Mallorca, Otoño 1999


 

 

Martín G. Ramis

Director de cine y teatro

 

NO FINGE

 

Es muy difícil hablar de un artista cuando la persona en cuestión es tu hijo. Realmente difícil. Pero en mi caso no es tan difícil porque soy una persona objetiva. Eso quiere decir que si no creyera que la pintura de mi hijo vale la pena, no escribiría estas líneas, y que si no dijera que es buena sería un hipócrita, y la gente que me conoce sabe que puedo ser muchas cosas menos hipócrita. 

 

Recuerdo que, siendo muy pequeño, Martín estaba loco por el fútbol (ahora pasa) y que en cuanto salía del colegio se ponía a darle patadas a la pelota en la plaza del Capitol hasta que anochecía. Estaba obsesionado con ser un futbolista famoso, pero yo sabía que no era bueno. Si hubiese seguido entrenando habría conseguido ser un jugador mediocre, uno de esos que no llegan a nada y a los que nadie recuerda. Un día, mientras jugaba en una pequeña plaza solo, le dije que nunca sería un buen futbolista. El disgusto que se llevó fue de órdago, y ya no os cuento lo que me dijeron su madre y sus abuelos. Pero yo se lo dije y nunca me he arrepentido.

 

De la misma manera que le dije eso, una Navidad, exactamente la de 1988 (lo sé porque la fecha está escrita detrás del folio), le dije que podía ser un gran dibujante. Acababa de enseñarme el dibujo coloreado de un árbol de Navidad (tengo el papel descolorido enmarcado y colgado en el salón de casa), con sus bolitas de colores y regalos alrededor de un tiesto color rojo. Tenía seis años y, naturalmente, no le dio la más mínima importancia a lo que había hecho. 

 

Pasaron los años y otro día, viéndolo aburrido, le dije que fuera a clases de pintura. Él, que dibujaba desde hacía años, me dijo que no sin pensarlo. Entonces le hice una oferta: 100 pesetas por cada clase a la que asistiera. Después de pensárselo mucho aceptó a regañadientes. Así empezó a ir a clases de dibujo con mi amigo Mateo Palmer. Pero no creáis que asistía a muchas, qué va, en cuanto tenía cuatrocientas pesetas en el bolsillo dejaba de ir, hasta que volvía a necesitar dinero. A mí daba igual porque los dibujos al carboncillo que traía a casa eran increíbles. Dibujaba clásicos sustituyendo los cuerpos y las caras con muñecos de madera, uno de esos maniquís de madera que se utilizan en clases de plástica. Corría el año 1993 y sólo tenía once años. 

 

En una ocasión le pregunté si era consciente de lo que estaba haciendo, y él, muy serio, contestó que después de dibujar unas cuantas naturalezas muertas ya había encontrado el camino a seguir, y que para ello utilizaría el maniquí de madera. Aún estoy flipando. 


 

Desgraciadamente la época de las clases de dibujo duró hasta que Mateo me llamó para hablar conmigo. Que tu hijo venga a mis clases es perder el tiempo, me soltó de sopetón el hombre. Es indomable, yo no puedo con él y revoluciona a los demás. Pero tengo que reconocer que lleva el arte dentro. No le cuesta nada dibujar y ha descubierto los secretos del claroscuro en muchos menos de la mitad de tiempo que cualquiera de sus compañeros. Con la edad que tiene ya sabe más que todos mis alumnos juntos. Además, no me hace ni caso, dibuja lo que quiere y me lo enseña cuando ha terminado. Y, para colmo, si le digo algo, parece que se molesta. De verdad, con él estoy perdiendo el tiempo. 

 

Pocos meses después empezó a ir a clases con Alceu Ribeiro, aunque sin cobrarme las 100 pesetas. Para él fueron muy importantes aquellas clases, le ayudaron a descubrir que existía una forma diferente de pintar, la de Joaquín Torres García, viejo y desaparecido profesor de Alceu. Fue como romper con todo lo que le había enseñado el figurativo Mateo Palmer, aunque sin olvidar el claro y el oscuro, la religión de este último. 

 

Con Alceu pasó tres cuarto de lo mismo que con su antecesor; la rebeldía de Martín, su particular concepto de crear, su afán de ir contracorriente, lo hacía chocar con el maestro, quien, cansado de su testarudez, lo dejó crear. Es mejor que vaya a su aire, dijo Alceu. Es evidente que tu hijo ha nacido con talento, pero lo mejor que tiene es que es artista de los pies a la cabeza, no finge. Siempre me acordaré de sus dos palabras: no finge. Eso es extraordinario, terminó diciéndome Alceu. 

 

Con Alceu también descubrió que era un ignorante en el tema de la pintura (ahora tiene una envidiable colección de libros de pintura y más conocimientos que muchos pintores de setenta años) y empezó a devorar a comprar y devorar libros sobre arte. Hay pintores tan grandes que debería darme vergüenza pintar, me decía. 

 

La verdad es que Martín es una persona complicada, alguien fuera de lo normal que sabe perfectamente adonde quiere llegar. Recuerdo que cuando le hablé de esta exposición sobre el Alzheimer se entusiasmó. El Alzheimer, hay tanto que pintar sobre el Alzheimer, me dijo. Y aquí está esa exposición. Horas, semanas, meses de trabajo duro encerrado en su pequeño estudio con vistas a los tejados que se pierden hacia el mar, desarrollando a solas esa creatividad que lleva dentro y que no puede reprimir. Como dijo Alceu: no finge. 

 

¿Por qué son casi todo caras?, le pregunté cuando empecé a ver cuadros. ¿Te has fijado en sus ojos?, me replicó con otra pregunta que él mismo respondió. Ahí está el Alzheimer, en sus miradas, en la profundidad de sus ojos. 

 

 Vuelvo a repetir que es difícil hablar sobre el trabajo de un hijo. Podría escribir un libro de seiscientas páginas sobre él, pero si lo tuviera que definir como pintor, diría que es una artista auténtico, bueno o malo, pero que no finge. Juzguen ustedes mismos.

 

Madrid, noviembre 2011


 

 

Cristòfol Vidal

Director del Instituto de Estudios Baleares (2011)

 

POR UN BIEN COMÚN

 

Desde el inicio de su trayectoria artística -hace unos diez años vi por primera vez un cuadro suyo: personajes sin rostro, multitudes anónimas, colores violentos-, Martín Garrido ha sido un pintor que ha transitado por un camino bien definido en el mundo del arte. Y eso no es nada fácil. Seguramente, la razón la tenemos que encontrar en su interior, donde guarda un gran bagaje cultural y artístico que ha conocido y desarrollado desde pequeño. En estos diez años, ha explorado muchos de los laberintos que transcurren por la aventura plástica y ha sabido asimilar una buena parte de los lenguajes del arte. Pero siempre ha tenido la capacidad de imprimir a sus cuadros de un sello único con personalidad propia, siempre fiel a sí mismo. 

 

Por ello, es un motivo de satisfacción presentar la colección Alzheimer, con la que el Instituto de Estudios Baleares, dependiente de la Consejería de Educación, Cultura y Universidades, quiere apoyar esta iniciativa artística encaminada a recaudar fondos para las asociaciones que protegen a las personas enfermas de Alzheimer, la enfermedad del siglo XXI y azote de nuestra moderna sociedad: la pérdida de memoria, de nuestros recuerdos, de nuestra historia, de nuestra vida. Y el olvido, conviene recordarlo, es una de las peores enfermedades del ser humano. 

 

No quisiera terminar estas líneas sin manifestar cómo me congratula especialmente participar en esta exposición que, además de mostrar la evolución realizada por Martín Garrido -en cuyas obras el espectador puede encontrar ironía, horror, escepticismo, drama e, incluso, sarcasmo-, también puede presumir de un trasfondo social. El arte, por desgracia, a menudo parece alejarse de los problemas de la sociedad. Precisamente por ello, esta exposición acerca duras realidades para un bien común, mostrando que el arte es necesario y puede documentar realidades, por dolorosas que sean.

 

Octubre 2011


 

 

Carlos Prieto

Artista

 

LOS PUPILOS DE MARTÍN GARRIDO

 

Genio autodidacta de carácter voluble e inconsciente, demente renacentista, obsesivo compulsivo, megalómano, áspero, aparentemente frío, casi como el hielo, y de corazón tenebrista, así es Martín Garrido. Pero no sólo eso, Martín Garrido también es sensible a lo insensible, una persona triste y solitaria amamantada por la literatura, la música, la pintura y el cine desde su niñez. Clásico barroco, meticuloso hasta la médula, reflexivo, curioso, cauto y envidiado, Martín Garrido es un ser atípico e incomprendido en la sociedad que vivimos, porque no atiende a modas, alabanzas o elogios; él no entiende de titubeos o mentiras, su personalidad es ruda, misteriosa y está en constante evolución. Su única inquietud es aprender todo lo que pueda, para luego reflexionar sobre ello y poder plasmarlo en cualquier medio artístico. 

 

Cuando inicié mi carrera pictórica me di cuenta de que, observando a Martín Garrido y actuando paralelamente a él, pueden cumplirse desde los inicios grandes metas artísticas, siempre usando la constancia y la confianza en uno mismo. A pintar sólo aprenderás pintando y únicamente llorando en la soledad del estudio aprenderás a avanzar y elegir el camino a trazar. Martín Garrido me ha aportado mucho, tanto consciente como inconscientemente, ha provocado en mí varias reacciones, algunas mejores que otras, unas hermosas, otras demenciales, pero todas capaces de despertar mi curiosidad. Fue él quien hizo que me preguntara el por qué de las cosas, el que me hizo comprender que siempre queda mucho por saber y que, cuanto más sabes, más te queda por aprender. 

 

Martín Garrido naufraga en lo más íntimo de su propio ser embriagado por el tenebrismo de clásicos como Caravaggio, Velázquez, Courbet o Ingres. Muchas veces lo he encontrado ensimismado en sí mismo y me he preguntado si, al mirar hacia arriba, ve los cielos de caramelo derretido de William Turner, aunque también puedo imaginármelo dejándose seducir, en lo más profundo de su mente, por las bellísimas damas blancas de Klimt, emborrachándose con Shiele o en un paisaje daliniano tocando las teclas del postimpresionismo francés hasta alcanzar la hemorragia de Francis Bacon o la recia pincelada de Freud. 

 

Al igual que los renacentistas, Martín Garrido cree firmemente que el intelecto es una facultad indispensable para crear obras de arte. Y así lo demuestra en su obra, elegante a la vez que grotesca, sencilla y, al mismo tiempo, inexplicablemente compleja, cruda como un trozo de carne putrefacta. Después de estudiar y aplicar el claroscuro amorosamente, de estudiar las infinitas tonalidades del ocre y el rojo rubí, de haber vencido airoso diferentes épocas pictóricas a lo largo de su cada vez mayor trayectoria artística, actualmente no necesita firmar un cuadro para que la gente reconozca sus formas. En estos tiempos que corren el estilo de Martín Garrido chorrea de la tela o el tablero y se imprime en los ojos de cualquier espectador, espontáneo o no, que se coloque frente a una de sus obras. Cualquier buen amante del arte y en especial de la obra de mi amigo Martín sabrá que lo que más le caracterizó en un tiempo eran sus muñecos o marionetas imberbes, peleles cuya máxima peculiaridad se hallaba en el logro de su expresión, ya que todos estamos de acuerdo en lo difícil que es otorgar una expresión humana a una cabeza que carece de facciones… Sin embargo, eso no es todo. Hay mucho más. 

 

Enhorabuena, compañero. Has sido el mejor ejemplo que podría tener, tanto en lo artístico como en lo cotidiano. Mucha suerte, y digo esto porque desgraciadamente el triunfo no depende de ti. EL TALENTO ESTÁ MUCHO MÁS QUE JUSTIFICADO, DECLARADO Y DEMOSTRADO. Ahora sólo hace falta que termines con éxito eso que tanto anhelas, tu viaje al final de la noche.

 

París, Verano 2007


 

 

Dolça Mulet

Consellera de cultura del Consell de Mallorca

 

UNA NUEVA GENERACIÓN DE ARTE MALLORQUÍN

 

De alguna manera tengo el placer de presentar oficialmente a uno de los jóvenes pintores de la isla con más proyección, un artista sorprendente que, a pesar de sus veinticinco años, posee el talento de los sabios artistas de antaño, a cuyos temas añade una original modernidad y rebeldía; al menos así lo veo yo reflejado en sus cuadros. Y si alguien duda de lo que pienso puede leer cualquiera de los escritos que han publicado sobre su obra ilustres entendidos en la materia. Sin ir más lejos, la que firma el catálogo, Maria de la Pau Janer, Premio Planeta, para más señas.

 

Estoy totalmente de acuerdo con lo que don Pedro A. Serra escribió sobre él: "En plena juventud ya es un maestro de la luz. Según mi modesta opinión se puede apostar fuerte por nuestro joven pintor, que tiene un amplio horizonte de éxitos por delante". O lo que escribió Francesc Bujosa i Homar: "Si se les presenta algún día ocasión, comparen el tratamiento que Pablo Picasso, Ritch Miller y Martín Garrido dan a sus cuadros y así descubrirán que los tres pintores se han convertido en un símbolo de pureza y bondad, y que realmente han descubierto, cada uno a su manera, un arte diferente e irrepetible. Con cada nueva exposición, la personalidad de Martín Garrido ha cambiado un poquito". O lo que también dijo uno de nuestros mejores dramaturgos, Alexandre Ballester: "Algo nuevo, esperanzador y luminoso, relampaguea con su propia energía en el horizonte del actual y labeíntico panorama pictórico de nuestro país. Hablo de Martín Garrido".

 

Sí, son muchos los que están de acuerdo con que Martín Garrido pertenece a una nueva generación de artistas que parten de los principios del buen pintor: saber dibujar. Su amigo, y en el pasado maestro, Alceu Ribeiro, le dijo: "Primero aprende a pintar una manzana y, cuando sepas hacerlo, entonces pinta lo que quieras". Y, al respecto, yo añadiría lo que dijo de él, cuando solo tenía dieciséis años, su colega de profesión y también escritor, Cándido Ballester: "Le han enseñado no a mirar, sino a ver". Pienso igual que Cándido Ballester. Para mí, Martín Garrido ve la vida, no la mira, como hacemos muchos de nosotros, y tiene la gran suerte de poseer un talento de sobra para expresarlo en su obra.

 

Palma, Septiembre 2007

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